sábado, 24 de abril de 2010



El derecho a la ciudad

En julio de 1999, en la víspera de las elecciones de diputados a la Asamblea Constituyente, publiqué en el suplemento ARQUITECTURA HOY del extinto periódico ECONOMÍA HOY un texto que hoy, también en vísperas de unas elecciones inéditas en Venezuela y quizá de importancia aún más trascendental para el país que aquéllas, me parece oportuno repetir.
El tema urbano, propio de la realidad venezolana con una intensidad ineludible, ha estado ausente, sin embargo, inexplicable e inaceptablemente, de las agendas políticas y parlamentarias de la este país cuya tasa de urbanización se encuentra entre las más altas del mundo. Ojalá estas líneas sirvan para iniciar este debate e introducir el tema entre los muchos que necesitamos para re-encontrarnos y reformularnos como nación. No en balde hablamos de "urbanidad" y de "ciudadanía", aunque sigamos sin saber cómo ni cuándo pensar, hablar y actuar sobre nuestra realidad urbana y nuestras ciudades...


Iniciamos este final de siglo con la excitación y el vértigo de inminentes cambios. Tiempos de revisión y reflexión que entre nosotros tienen nombre de constituyente.

Acometer un proceso constituyente impone analizar una realidad que consideramos inexistente o improcedente planteada para constituirla. Por ello son estos tiempos para quienes la constituimos, desde la óptica de nuestra acción, aportemos a la reflexión sobre la realidad, la diversidad, multiplicidad y apropiada inclusividad que requiere.

En ese espíritu, como arquitecto y como ciudadano, en el día de mi ciudad, presento las líneas que siguen.

Breve Historia Reciente

En los tiempos recientes, mientras se consolidaba una manifiesta voluntad urbana en el modo de habitar del país, nuestras ciudades no sólo no han mejorado sino que se han hecho más amorfas y de menor urbanidad. Así se comprueba al contrastar, sin nostalgia ni maniqueísmo, la violencia física y el deterioro ambiental de cualquier sector urbano actual con nuestro recuerdo más genérico de entornos colectivos sin duda más elementales pero también más amigables.

Para transformar este reconocimiento en conocimiento debemos asumir que el problema de la ciudad proviene de una ausencia de pensamiento y de acción (personal, gremial, empresarial y estatal) sobre la ciudad como problema.

Por motivos diversos y en pocas décadas, descartamos nuestra rica tradición urbana mediterránea, e irreflexivamente y contradictoriamente adoptamos como modelo de ciudad el anonimato suburbano, sin forma discernible, sin lugares para el encuentro, sin legitimidad del territorio ni acciones que conmueven el espíritu. Voraces, borrachos o simplemente inconscientes, transformamos la ciudad en campamento y borramos recuerdos y herencia, trocando espacios y edificios que nos identificaban por estos desechos vacíos y fortalezas blindadas que hoy ocupamos. Sin proyecto para el crecimiento, dislocamos la gramática espacial de nuestras relaciones, convertimos la peculiaridad sintáctica del lugar en un frenesí de extravagancias inconexas y desmembramos la íntima unidad entre signo edificado y contexto, desarmando la trama física y humana de la ciudad en una acumulación de soledades.

Nuestra acción reciente sobre la ciudad ha erosionado la ciudad. Y sin ciudad, sin encuentro humano, sin experiencia de la convivencia de sus amores y conflictos, no existen ciudadanos, ni territorio, ni patria.

La construcción de la patria exige la construcción del espacio en que ella ocurre. En la constitución de la república (res-pública, es decir, trama pública) la ciudad y con ella la urbanidad, el intercambio y la construcción de su ámbito constituye un derecho fundamental de los que somos su objeto y sujeto.

No se trata de grandes metrópolis (aunque tampoco de temerlas), pues lo urbano se expresa tanto en las galerías y pasajes del Centro Simón Bolívar como en la serena plaza de Los Nevados y el anonimato nos insulta idénticamente en los desolados estacionamientos de Caricuao y en la insolencia de una oficina pública con los pies marcados en la pared. Se trata de edificar con dignidad los espacios en los que ejercemos nuestra condición de ciudadanos y celebrar ese ámbito con nobleza.

Para iniciar esta discusión “originaria” (aunque como lo mejor de la vida, escasamente original) propongo los siguientes principios.

Derecho a la Entidad

La ciudad debe ser reconocible como un todo y en sus partes; no es permisible una expansión del territorio urbano que desmembre el espacio ciudadano. El perímetro de la ciudad, resultado de la dialéctica entre fuerzas urbanas y condición natural, debe permitir su lectura clara y operación eficiente. Cuando, buscando tierra barata por planes viviendistas, irresponsabilidad del planificador, o simple ignorancia, la ciudad crece sin control, lo urbano se diluye en suburbios sin noción ni espacio público, entre vías de tránsito y “soluciones habitacionales”, sin alma, razón ni emoción. La entidad urbana se ejerce con piezas legibles (calles, plazas, parques, galerías, bulevares, paseos, atrios, símbolos y tejido) que la edifican como experiencia. De ellas nacerán las relaciones, jerarquías, transiciones, nodos, presencias y sugerencias que manifiestan la ciudad y ordenan su urbanidad. Abogar por la entidad es exigir que ella sirva al habitante para situarse, comprenderse, manifestarse, presentarse y actuar, con sentido ciudadano. Defender la ciudad exige del técnico, del político y del ciudadano conocimiento claro de sus componentes, precisión para definirlos y eficacia al conformarlos.

Derecho a la Identidad

Para hacerse reconocible y entrañable, la ciudad relaciona sus piezas con la especificidad que define su identidad. Este carácter como haber del ciudadano, es su derecho y su deber. La vigencia de formas y modos urbanos en la memoria y los deseos del habitante sustenta una pertenencia que identifica localizaciones emocionales sobre la simple ocupación física; su internalización permite incorporar los cambios, para con el atinado balance entre los principios de la entidad y el carácter de la identidad, preservar el sentido de lugar. Comprender que cada ciudad es distinta, que cada parte palpita con ritmo propio y fuerzas particulares, es saber que de la inteligente asimilación de esta dinámica nacen enclaves que convocan, gentilicios que trascienden la abstracción, recuerdos que exceden la nostalgia. Abogar por la identidad refuta tanto la añoranza complaciente como la planificación monotemática, y exalta lo cualitativo, lo particular y hasta lo anecdótico de la relación entre el lugar y sus habitantes. Defender la identidad exige del técnico, del político y del ciudadano el conocimiento del iniciado y la amorosa dedicación del amante.

Derecho a la Integridad

Para celebrar la entidad e identidad de la ciudad, sus partes deben ejecutarse, elaborarse y articularse con nobleza, en la ceremonialidad del símbolo y en la espontaneidad de lo cotidiano. Centros, ejes, esquinas, vecindarios, calles, patios, umbrales y ventanas, marcan y tejen la ciudad para que el habitante comprenda y actúe sus momentos, jerarquías, memorias y trasfondos, y el niño (como bien dijo Kahn) identifique en ese concierto lo que desea ser cuando crezca; con la dignidad de tal propósito deben concebirse, ejecutarse y respetarse. Las escuelas no pueden alojarse en galpones, ni las calles limitarse al tránsito, ni diluirse las esquinas, ni confundirse lo institucional en centros comerciales, ni los vecindarios con depósitos de familias, sin integridad ni legibilidad posibles. Abogar por la integridad es asumir el concierto colectivo de ritos, normas y formas del haber y saber común como marco de la historia que entre todos escribimos. Defender la integridad exige al técnico, del político y del ciudadano comprender la ciudad como proyecto de orden urbano.

Derecho a la Integración

Las partes de la ciudad deben integrarse como un tejido polifónico y continuo que anime la trama urbana y permita el desarrollo equilibrado de sus relaciones. Es necesario incorporar las áreas marginales a la ciudad real, tanto como vitalizar sus zonas históricas, construir, adecuar y mantener las aceras, interconectar los sistemas viales, abolir los muros que niegan la calle y animarla con fachadas permeables, marcar el tejido por hitos y nodos que permitan leerlo e identificarnos, urbanizar el suburbio con múltiples centros locales y erradicar los guettos fortificados con los que, buscando defendernos de la violencia, hemos violentado la integridad del espacio. Integrar no significa anular o mediatizar las diferencias, sino des-cubrir la coherencia de la experiencia colectiva y múltiple en sus matices y contrastes. Abogar por la integración es admitir las contradicciones urbanas sin ficciones ni temores. Defender la integración exige del técnico, del político y del ciudadano comprender, defender y activar la compleja multiplicidad de la ciudad sin homogeneizar lo que encuentra y desarrolla su fuerza en su propia diversidad ni resignarnos al caos como destino.

Derecho a la Interacción

El objeto de la integración es la interacción: intensificar la vivencia del encuentro controlando sus potenciales conflictos. Vivir en ciudad (pues lo urbano depende de la energía y no del tamaño de sus relaciones) significa compartir con el mundo sus múltiples derivaciones, sumergirse en ellas como causa y efecto de esa diversidad. Es por ello criminal hacer o permitir ciudades sin plazas, sin aceras, sin parques en los que, en el accidente de un café, en un bello portal, el encanto de una vitrina o la balanceada silueta de una muchacha hermosa, hallemos nuestro yo en el otro (humano, natural o edificado) que con nosotros construye la ciudad. Abogar por la interacción es entender la ciudad como escenario al que cada ciudadano concurre con sus herencias, deseos y sorpresas y exigir los sistemas ambientales que permitan, conformen, jerarquicen, y estimulen esa polifonía. Defender la interacción exige del técnico, del político y del ciudadano cualificar el espacio publico con amor a la diferencia como valor y al intercambio como cultura.

Derecho a la Forma

La interacción con propósito de cultura exige el cultivo del ámbito que la aloja. Con demasiada frecuencia (e irresponsabilidad) los arquitectos hemos renunciado al deber de la forma para refugiarnos en una objetividad falaz, incapaces de atender lo urgente y temerosos de asumir lo importante. La forma es, sí, un riesgo, como todo lo que cualifica y es cualificable; pero también, acaso ante todo, un deber. La ciudad en sus espacios, bordes, marcas nos conforma e informa desde la efectividad de su forma: el ethos, la razón de ser, urbano se manifiesta en la emoción estética, es decir, con la armonía, el bien y lo justo. Abogar por la forma es exigir de los artefactos urbanos una intencionada correspondencia con su propósito, que haga físicos los valores de la voluntad humana y de la cultura. Defender la forma exige del técnico, del político y del ciudadano conocer pertinentemente los recursos, modos y atmósferas de la ciudad, convertidos atinadamente en concreciones originales (no por distintas sino por respetuosas del origen y reveladoras de lo que aún aguarda para sorprendernos), y emprender con coraje el reto de formar el mundo.

Derecho al Paisaje

Cada ciudad confronta el proyecto del grupo humano que la habita con la localización en que ocurre. De esta confrontación nace la geografía de la ciudad, con su topografía y sus edificaciones, sus estratos de estilos, quebradas, lomas, escaleras, personajes y floraciones, de forma que la experiencia del paisaje, sus espacios, vistas, siluetas y ejes, edificados y geográficos expresa el orden de la ciudad. Las rocas que marcan las esquinas de Ciudad Bolívar, las arboladas avenidas de Maturín, la imponencia de Barquisimeto sobre el valle, la distante vigilancia de la iglesia de La Guaira o el dramático transcurso de las autopistas caraqueñas construyen el paisaje urbano con intensidad definitiva. Es idéntico crimen de leso paisaje demoler colinas o trancar quebradas que destruir perspectivas o poblarlas de carteles que crecen como moho en el pan viejo o de insolentes pintas publicitarias sobre fachadas inconclusas; igual valor monumental tienen el puente sobre el Lago que el túnel de bambúes del Country, las Torres de El Silencio que los médanos de Coro. Abogar por el paisaje es asumir la ciudad como cultura y naturaleza, manifestación del inestable equilibrio que nos define. Defender el paisaje exige del técnico, del político y del ciudadano un efectivo y afectivo manejo de las escalas, materias y velocidades que construyen la experiencia urbana y de los instrumentos que sustentan esta cartografía de eventos, memorias y lugares que habitamos.

Derecho a la Calidad

Con fatalismo masoquista, aceptamos que todo empeore, hasta resultarnos irrelevante si, siquiera al principio, algo se hace medianamente bien. No entendemos términos de intercambio adecuados mientras ellos ocurran en ambientes pensados, ejecutados y mantenidos sin calidad. Edificios ranchificados, aceras descuidadas, pancartas que permanecen años después del evento que anuncian, muros insolentemente despintados, carros abandonados sobre la acera como bestias, alcaldías refugiadas en edificios improvisados, tarantines, rejas, cadenas y otras violaciones, expresan el creciente irrespeto que aceptamos y que hace del espacio publico un embasurado residuo entre autistas privacidades. La dignidad del ciudadano y de su urbanidad exige aceras cuidadas, árboles sanos, anuncios respetuosos, papeleras decentes, pavimentos adecuados, señalizaciones eficientes, construcción noble, fachadas proporcionadas, jerarquías legibles, espacios correctos, perspectivas limpias, articulaciones resueltas, ambientes, edificios e instrumentos, en fin, en lo que ese cualifique real y simbólicamente el rito de las relaciones urbanas. Abogar por la calidad es exigir respeto por la celebración cultural que es la ciudad. Defender la calidad exige del técnico, del político y del ciudadano una indeclinable primacía de lo permanente sobre lo circunstancial.

Derecho a la Arquitectura

Como el poema se constituye con palabras, la ciudad se evidencia en edificios que son expresión de su voluntad y territorio de sus posibilidades. Construir para la ciudad es proponer instrumentos de cultura capaces de actuar significativamente en las relaciones ciudadanas. Por ignorancia, dejadez, complicidad o vagabundería hemos entregado la arquitectura a la dinámica meramente mercantil sin responsabilidad cultural, huérfana de propósitos y extraviada en extravagancias cada vez más pobres de espíritu. El estado ha sido particularmente responsable de esta desarticulación por ignorar la importancia simbólica y eficiencia física de los edificios que ha patrocinado y alentar el desafuero por ausencia de proyecto urbano claro, delegando en el capital privado la creación de símbolos, espacios y referencias urbanas mientras ranchifica y galponiza las instituciones de modo criminal. Para subvertir este caos corresponde al estado, como manifestación del interés colectivo, y al privado, como fuerza colectiva, construir las res-pública en forma de plazas que sirvan al encuentro, parques que celebren la generosidad de nuestra naturaleza, escuelas que expresen su jerarquía social, oficinas de correo que materialicen la maravilla de la comunicación, vivienda colectiva que pueda alojar el recuerdo de la primera novia, oficinas públicas que representen el necesario respeto hacia aquél a quien sirven, mobiliario urbano que estimule el pensamiento del transeúnte, puentes que revelen la poética oposición de las orillas, y edificios que desarrollen con nobleza el oficio que los convoca, espacios en fin, en los que el ciudadano ejerza plenamente su urbanidad. Abogar por la arquitectura es aspirar a edificios capaces, como actos de cultura, de construir significado y permanencia. Defender la arquitectura impone al técnico, del político y del ciudadano intensificar la ciudad celebrando su construcción.

Y de los Deberes También …

Quizás lo que más necesitamos comprender es que la defensa de un derecho implica, inmediatamente, la responsabilidad de un deber. Esto es particularmente cierto en el ejercicio del Derecho a la Ciudad. Tenemos y vivimos las ciudades que, por acción y por omisión, nos permitimos. Ejercer la ciudadanía nos impone un disfrute vigilante de la frágil emoción de lo urbano, distante no por un maleficio incomprensible o una inconfesable maldad, sino por nuestra propia desidia, porque ahogados en nuestra inmediatez y borrachos de la soledad se nos olvidó que la ciudad, como el amor, se hace todos los días y, como un recuerdo íntimo, existe sólo si la deseamos y basamos nuestra fuerza en la intensidad de nuevos encuentros. Abogar por el Derecho a la Ciudad es asumir el Deber de ejercerla. Y este ejercicio exige del técnico, del político y del ciudadano la práctica cotidiana de lo colectivo, la conciencia y el cuido de la intrincada pero delicada trama que nos define, y una vigilante confianza en la cultura como expresión y como fuerza de esta cambiante entidad que construimos, de este proyecto colectivo que siempre vamos construyendo y que, afortunadamente, revisamos de tiempo en tiempo.


domingo, 18 de abril de 2010

SOBRE LA COSA EN SAN JACINTO Y ALGUNAS CUESTIONES DE LÉXICO


Sin duda, y casi siempre afortunadamente, las cosas cambian con los días.

Así, lo que antes llamamos “democracia participativa”, hace tiempo que luce más autocrática que democrática, y aquel chiste sobre lo “participativo” como la participación que el mandante hace de lo que haya decidido, ha ido cediendo a la evidencia de algo más “a-ver-si-te-lo-averiguas-tivo”, pues si detrás o antes de los anuncios presidenciales existe algún plan (sigo pensando que debe haberlo

; creo en la vida después del “Aló, Presidente”…), es verdaderamente trabajoso enterarse de cuál pueda ser hasta que el hecho (no se puede decir que “consumado”, pues poco de lo que se inicia se termina) salta a una página de prensa y a uno no le queda sino un: “¡imagínate tú…!”, entre rumores varios y espacios destartalados. Quizá sea un abuso pedir que se nos informe con antelación (exigir que las cosas se discutan entiendo que es

un imperdonable remedo pequeño burgués), pero digamos que sería al menos una cortesía, siquiera de vez en cuando, optar por métodos algo más sosegados. Como para que uno pueda pensar que pertenece a la realidad y no que ésta nos asalta.

Pero, al menos eso, la planificación tipo “¡tucutún!”, “¡mira lo que se me ocurrió!”, parece que no cambia y, si en algo varía, es en haber pasado de costumbre a método.

Leo en la prensa que el coordinador del proyecto (porque parece que lo hubo) de la cosa (el término no es despectivo sino, como se verá más adelante, hasta respetuoso) instalada en estos días en la Plaza San Jacinto (mientras mantenga el nombre) para celebrar el Bicentenario del 19 de abril no debe ser llamado “Obelisco”, aunque no se ofrece palabra alternativa para identificarlo, por lo que, cumplido, lo llamo “cosa”.

Dice también el mencionado coordinador (quien, de lo que lo sé de él, no es bruto ni inculto ni holgazán) que esta cosa es sólo una de las muchas que se ejecutarán co

n motivo de la magna fecha, aunque omite mencionar siquiera una. Quizá, piensa uno, porque como por confesión del mismo arquitecto, la cosa en San Jacinto responde a una petición formulada por el Presidente de la República hace pocas semanas, aún las “varias otras” aún no se le han ocurrido al gran constructor o no ha autorizado su difusión o aún se guardan entre los planes que nadie ha visto y que lo mismo desatan andanadas de expropiación que inicios de obras que luego se abortan, sin presentación (consulta o explicación ya sería demasiado pedir..) ni de la idea ni del plan de obras ni de los montos asignados ni de los mecanismos de control ni de las razones para desistir de los planes ni del costo de cada una de esas fases ni de nada.

Me parece bien, y lo digo en serio, que se nos pida no llamar “obelisco

” a la cosa en San Jacinto. Los hechos le darán su propio nombre; seguramente pomposo o escatológico, si viene del poder, u ocurrente si viene de la gente, hasta, lo más probable, terminar con cuatro o cinco nombres: el oficial, el proselitista, el cotidiano, el chistoso y el que le asignarán los que, como ya ha comenzado a decir algunos en Twitter, ven en esta cosa la primera (¿única?) obra sobre la que algunos podrán descargar su ira demoledora cuando este régimen sea sustituido por otro.

En lo personal, deseo fervientemente que la sustitución no se produzca en medio de oleadas de ira, con quienes se consideren triunfadores cayéndole a carajazos a

nada y mucho menos a nadie (ya hemos vivido ese desastre en sus dos caras), aunque la insolencia del poder que se cree eterno puede enardecer a algunos y liquidar mis esperanzas. En este caso que, INSISTO, espero no ocurra, aspiro que hayan concluido el busto a Fidel Castro frente a la Asamblea Nacional, de modo que esa afrenta no sólo a la dignidad patria sino a la condición humana concentre las ansias de catarsis de tantos en colas más largas que las de una espera de transporte público o del retorno del azúcar, para darle cada uno un martillazo y, así, en fila y como suele suceder en las colas, tipo “Autopista del Sur”, comencemos a hablar con el de adelante, el de atrás, el que busca meterse como que no lo fuéramos a ver y, finalmente, recuperemos la capacidad de comunicarnos y hasta de discutir, pero por motivos serios, como respetar el orden, considerar al otro, dirimir recuerdos, hasta que alguien medie en

la disputa y rescatemos la capacidad de encontrarnos en nuestras diferencias.

Creo, decía, que es correcto no llamar “obelisco” a esas tuberías a bandas rojas y negras atornilladas; acaso más bien un mástil o una mala caricatura de un cañón. Es una cuestión de léxico. Las cosas tienen nombres porque los nombres identifican las cosas, incluyendo las ideas que se relacionan con esa cosa y a las que corresponde su nombre. Incluso cuando las cosas, los nombres y los significados evolucionan y cambian, manteniendo siempre algún hilo argumental, para hacerlos comprensibles.

Un obelisco, aparte de condiciones formales y físicas diferentes a las de la cosa en San Jacinto, tiene connotaciones que en el léxico urbano hacen que, además de objeto, sea un signo, es decir, una cosa que significa cosas.

De este modo, los obeliscos han sido, históricamente, utilizados para con

memorar victorias militares; tanto así que algunos de ellos, como varios de los dispuestos en París, son parte botines de guerra. En este sentido, si la cosa en San Jacinto pretende celebrar los 200 años del 19 de abril de 1810 no puede ser un obelisco, pues ese día, al menos hasta donde yo sé, no hubo participación militar alguna, no se empuñó ni una china, y difícilmente puede llamarse confrontación bélica al dedo de un cura “soplándole” a los ciudadanos en la Plaza lo que debían contestar al Capitán General. Tiene razón, entonces, el coordinador de “ésta y muchas otras obras” en honor al bicentenario de aquel Jueves Santo: haber hecho un obelisco para celebrar aquel hecho civil hubiera sido un imperdonable error lexicográfico.

Por su valor icónico, no es inusual ver obeliscos sobre tumbas en las que se prefiere omitir símbolos religiosos explícitos. En este sentido, hubiera sido también un error de léxico llamar “obelisco” a la cosa en San Jacinto, pues, por mucha muerte que se ofrezca si no hay Patria Socialista y mucho credo que encierre esa conseja, parecería al menos inop

ortuno celebrar el día del “anuncio del embarazo republicano” con un monumento fúnebre.

Ese valor icónico del obelisco lo ha revelado como instrumento útil para denotar lugares urbanos notables, como en el plan del Papa Sixto para la Roma barroca, que articula un grupo de obeliscos (propios, importados y expropiados) como marcaciones espaciales que rematan perspectivas y construyen un mapa de itinerarios espaciales. No es tal el caso de la cosa en San Jacinto, que a pesar de su altura luce bastante acoquinada entre los edificios cercanos, sin relación con ningún eje urbano especial y, cabe especular, como empujada a ese espacio luego de que alguien evaluó el escándalo que significaría instalar esa u otra cosa semejante en la Plaza Bolívar. Es decir, tampoco en este sentido, debe calificarse la cosa en San Jacinto como Obeli

sco.

Pero es que, al igual que existe un léxico en la lengua para hacerla comprensible y compartida, también la ciudad y sus palabras (espacios, edificios, monumentos, plazas, parques, paseos, avenidas y callejones) tienen un léxico preciso cuya observación es obligada para que los actos en ella sean comprensibles. Igual que, ni siquiera en una revolución, las botas se usan en la cabeza (aunque parezca que se piensa desde ellas), una cosa es una plaza, otra un monumento y otra una instalación.

Tenemos pendiente evaluar el impacto en nuestra urbanidad del arrebato patriotero y oportunista de Guzmán Blanco al confiscar las Plazas Mayores de todas las ciudades para convertirlas en parques/monumento a Simón Bolívar. Como siguen siendo la de Bogotá o la de Ciudad de México, por sólo nombrar dos, nuestras mucho más modestas Pl

azas eran espacios abiertos tanto en lo físico como en lo funcional y, sobre todo, en lo simbólico. Sobre la Plaza se disponían y desde ella podían verse, por igual, las instituciones de gobierno y las religiosas; en ellas se realizaba, sin más distingo que el horario, mercados, autos sacramentales o ejecuciones; en cualquiera de sus usos, la plaza es, por definición y dentro del léxico urbano, un espacio formal, funcional, operativa y simbólicamente HORIZONTAL, al que concurren los ciudadanos en idéntica condición: aun

que puedan incluir estatuas u homenajes a personajes o eventos, el verdadero, acaso ÚNICO, protagonista de la plaza es la ciudadanía: amplia, permeable, participativa e indiscriminadamente. De este modo, los que usan la plaza y lo que hacen en ella no sólo caracterizan el espacio sino que se imponen a él, que sirve a ese fluido frecuentemente conflictivo pero siempre activo que llamamos urbanidad, civilidad y ciudadanía.

El monumento, sin embargo, denota en el léxico urbano una especificidad que se impone al espacio, se lo apropia, casi pudiera decirse que lo confisca. El ocasional visitante al monumento lo hace en condición de adoración y hasta de sometimiento, reconociendo su escaso valor ante lo conmemorado y su lealtad (legítima o impuesta) a los valores, el personaje o el evento que celebra el monumento.

No en balde las plazas son espacios mayormente imprevisibles, ámbitos para las sorpresas que guarda lo cotidiano y tan vivas o pasivas como la ciudadanía que, al utilizarlas, las anima y define. El monumento no pierde su tiempo en estas pequeñeces: el monumento ES y el resto ¡que se acople!. Quizá por eso las más hermosas y reconocidas plazas se imbrican en el tejido urbano de modos múltiples y a veces contradictorios (baste pensar en San Marcos, en Venecia), entretejiendo distintos eventos de modo fluido, incluso cuando la topografía, como en la Plaza España en Roma, les impone abandonar su frecuente horizontalidad. Por su parte, los monumentos (de Babel para acá) parecen obsesionados por alcanzar una verticalidad cada vez mayor y más imponente (casi una adolescente obsesión por demostrar que “el mío es más grande”). Lexicográfica y experiencialmente, la Plaza es espacio de intercambio abierto, permeable, no jerarquizado, accidental, mutable, inclusivo, es decir, propia e irreemplazablemente ciudadano. En la otra acera, como léxico y como experiencia, el monumento es excluyente, autoreferencial, invasivo, inmutable, dominante. La Plaza integra y relaciona; el Monumento se impone y somete.

Cuando un monumento, llámese obelisco o como se decrete, se coloca en una plaza, ésta desaparece como tal y pasa a ser simple emplazamiento de la pieza dominante que, con su poder, succiona las fuerzas diversas que animaban el espacio cívico para someterlas al mensaje único que impone el ícono. De este modo, la sustracción del carácter múltiple, abierto y cívico de una plaza por la voluntad unívoca, centrípeta e ideológica de un monumento, mucho peor que un error sintáctico o lexicográfico, o un simplismo improvisado que dé vergüenza ajena, es un asalto urbano, un arrebatón a la civilidad, una particularmente inapropiada cachetada al alma republicana de una nación a la que, diciendo celebrar, avergüerzan.

Y no es que las palabras que constituyen la ciudad, como la ciudad misma, no puedan y hasta deban cambiar. Porque vive, la ciudad es cambio permanente. Quizá uno de los mayores daños (¿buscado?) de acciones tan necias como la de la cosa en San Jacinto es que alborota el conservadurismo más miope que aduce (además con total inexactitud) la obligatoriedad de preservar valores urbanos que ya han cambiado, como para momificar todo lo que ha sido y cerrar el paso a lo que puede ser, en una endeble pero épica cruzada a la que se suman muchas voces que, agredidas por una afrenta que no consiguen entender, distraen la mirada hacia asuntos accesorios y desatienden la médula de la felonía urbana cometida.

Es difícil no sospechar que en esta usurpación urbana subyazca una comprensión militar de la palabra “Plaza” como lugar a conquistar para imponerse, y de su asociación conminativa con el término “emplazamiento” como provocación para inducir reacciones desmedidas. No me sorprendería que algo de eso habite en algunas mentes pero, aunque también la gente cambia, como las cosas y las palabras, tiendo a pensar que los profesionales que aparecen como a cargo de estas operaciones conocen MUY bien las diferencias formales, funcionales y simbólicas entre un espacio y un objeto, entre plaza y monumento, entre ámbitos de socialización y mecanismos de ideologización.

No puedo pensar, entonces, que es ignorancia lo que “sustenta” la cosa en San Jacinto, sino un profundo DESCONOCIMIENTO, no por ausencia de conocimiento sino por una decidida voluntad de no reconocer ni al otro ni a la posibilidad de que ese y/o eso otro se manifieste. ¿Desconocimiento compartido por los encargados del proyecto y su ejecución? ¿Que acaso proponen, alientan o, al menos, dejan pasar?

No sé. Y creo que ni siquiera me interesa saberlo. Sólo sé que no me interesa ni permito desconocer este desconocimiento y que, al menos, agradezco a la improvisación el haber impuesto un método constructivo que permitirá, llegado el momento, desmontar fácilmente esta cosa en San Jacinto con sólo un destornillador.

Quizá para instalarla en otra localización; quizá para usar esos tubos en algún acueducto de los muchos que nos faltan; quizá para que su pomposa iluminación sirva para evitar proteger algún oscuro callejón; o quizá, mejor, para armar con una sagaz articulación de sus secciones en puntos notables de la ciudad, un sistema de signos urbanos que permitan recorrerla libre y cívicamente, de punta a punta por las amplias aceras que algún día nos permitirán caminar desde Catia hasta Petare, o los paseos que al borde de los ríos nos permitirán sentarnos a compartir un rato con propios y extraños, o las veredas que desmontarán las barreras que siguen quebrando la ciudad, o los parques que, conquistando las quebradas como paisaje lúdico, nos llevarán hasta la montaña o a las privilegiadas zonas que hoy ocupan los campos de golf.

Quizá ese día sí estemos declarando y celebrando nuestra verdadera independencia y comencemos a ejercer nuestra ciudadanía.