Nuevos
espacios
Después de la
marcha del 11 de abril de 2002 escribí este texto, publicado ese mayo en EL NACIONAL. Tras más de 10 años, lo retomo en el 445
aniversario de Caracas, una ciudad silenciada que no se calla y cuyas calles
aún ansían el júbilo de un encuentro franco.
Entre el este y el oeste, abstracciones
cartográficas que en Caracas demarcan un mapa de groseras distancias sociales,
corren el río y la autopista. En una rutina diaria que asumimos inescapable, el
hedor y la contaminación alejan los extremos. El espejismo del desarrollo y la
retórica de algún Marinetti lánguido colapsan empachados de recelo, buhoneros y
carteles.
Incapaces de unir los márgenes que
pudieran explicarlas, estas trazas separan, además, el norte del sur,
desgarrando lo que podría unirnos, testimonio de nuestra torpeza para cuidar lo
que nos fue dado y estructurar lo que daremos como herencia. Si en otras
ciudades el río es espina dorsal, a la que todo concurre y de la que todo
surge, estos flujos de excretas y combustiones fracturan con tristeza ausente
una ciudad de espaldas, residual, chorreteada de suciedad y olvido.
Por eso, entre las muchas conquistas
ciudadanas del 11 de abril, creo que la construcción de ese territorio de
encuentro cívico a lo largo de la autopista, ese alborozo de banderas
ilusionadas (casi ilusas, nos parece ahora...), ese entretejido de saludos a
amigos que creíamos perdidos y que redescubrimos en una otredad propia y
apropiada, todos bajo un sol que quemaba sin herir, me luce la evidencia más
concreta de los nuevos espacios que requiere el país nuevo.
Por años abandonamos lo público, hasta
que de tanto abandono se convirtió en ajeno y enemigo, signo de un colectivo
deshilvanado que recela del otro como peligro. Amenazados por una agresividad
alimentada por nuestra propia omisión, levantamos muros, rejas, cercas,
distancias y barreras. Sobre prejuicios y desapegos, construimos condones
sociales, tangencias pragmáticas que redujeron nuestros vínculos públicos a un
utilitarismo puntual ejercido con tanto asco como voracidad. Enrapiñados, se
nos fue el país, se nos deshizo la ciudad, se nos enlodaron las relaciones,
abdicamos al espacio y la fe, se nos pudrió el respeto y nos perdimos como
ciudadanos, mientras seguíamos consumiendo bienes y prójimos con la
displicencia pragmática de quien toma frascos de mayonesa en un pasillo de
automercado. La promesa de un mundo posible se nos deshilachó en la chatura de
distancias, rechazos e inmediatismos. Llenos de vacío y descuido, desertamos la
ciudad y cedimos la ciudadanía.
Por eso me resultó tan emocionante
caminar el valle en ese colectivo polifónico, entre extraños súbitamente
familiares; descubrir rendijas de paisaje humano y urbano bloqueadas por mi
parabrisas; ver en las banderas batiéndose en ambas márgenes brazos buscando un
abrazo demasiado postergado; sucumbir a la sensual profundidad del abra de
Coche y a los luminosos velos de edificios y colinas de Plaza Venezuela;
conquistar la avenida Bolívar con alegría efervescente y decidida; reconocer en
el gesto esquivo del soldado tras la cerca de La Carlota mi misma osadía y
angustia ante lo desconocido; habitar la imponencia del Ávila y los accidentes
de las colinas como marcos visibles de un paisaje interior sin el que no podría
explicarme; imaginar puentes reales que derroten las barreras que fuimos
construyendo y tracen caminos para suturar partes que hoy creemos enfrentadas,
eventos que venzan las distancias del valle y lo animen como unidad ciudadana,
perspectivas que no impongan una contemplación estática sino que inciten
movimiento y disidencia; apostar a que el hallazgo de ese encuentro de un día
se haga vivencia cotidiana de una identidad compleja pero transparente, en la
que nos hallemos, hablemos y, quizá, fallemos, pero con la liviana profundidad
del horizonte abierto y la tierra fértil. La que no pueden extinguir las balas
y la sangre que nos esperaban sin saberlo, como habrá siempre riesgo en al
construcción de cada esperanza y abandonar una por temor al otro es ya morir,
aunque parezca que seguimos respirando.
Pues no existe nación posible en la
soledad autista de distancias y prejuicios, y la ciudadanía sólo puede
construirse desde el arduo júbilo de un encuentro franco.
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