lunes, 29 de julio de 2013


s  a  c  a  r     a    C  A  R  A  C  A  S
Publicado en la edición de fin de semana del periodico TalCual del 27 y 28 de julio de 2013       
      
SaCaRaCaRaCaS             
Fotomontaje digital, Enrique Larrañaga, 2013



Con la casi religiosa asiduidad con que se celebran los cumpleaños de una abuela ya senil que sonríe ausente aunque no entiende tanto festejo y entre varios que no esperábamos ver y quizá ni querían venir, cada año, por estas fechas, celebramos el aniversario de nuestra ciudad, como si sacar a Caracas de paseo nos eximiera el resto del año. Por unos días le prodigamos loas con algo de nostalgia, mucho de retórica y poco del amor real que da porque exige y exige porque da.
Quizá la fiesta sea, como canta Serrat, olvidar al menos por una noche, una semana o un mes, que “cada uno es cada cual” y simular intensidades que rompan la rutina cotidiana. Pero este ardid que convierte por igual a funcionarios, opinadores y ciudadanos en sacerdotes del exceso verbal y la escasez funcional luce cada vez más efectista y menos efectivo. Pura bulla, pues…
Y no es que durante el resto del año la ciudad se abandone del todo. A pesar de una estructura político-territorial caduca y desigual, imprecisas competencias que se usurpan y renuencia a colaborar entre entidades sólo separadas por fronteras que diluye la cotidianidad, los alcaldes, metropolitano y municipales, van haciendo cosas, aunque algunas no se entiendan y uno a veces hasta se pregunte dónde están.
Es también justo decir que en estos años los municipios identificados con las mayores urgencias de la ciudad, Libertador y Sucre, han adelantado intervenciones urbanas notables, asistido (casi a veces relevado) por la colosal muleta de PDVSA el primero y el segundo supliendo sus precarios fondos con asociaciones estratégicas. El Plan Catia y el ordenamiento de la redoma de Petare, el programa “Espacios Sucre” y los parques en Libertador, la recuperación del casco central y el de Petare, por ejemplo, demuestran que también la belleza y el orden son derechos ciudadanos y que para sacar a Caracas del desbarrancadero por el que se nos está yendo hay que tratarla y mantenerla con la amabilidad que le exigimos y ahora vitalizarla desde sus nuevos o rehabilitados teatros para impulsar una vida urbana más intensa y plena. Como, con sus peculiaridades, tocaría también hacer con tantos otros enclaves en la ciudad y que, si dejamos de verlos con el derrotismo masoquista que califica todo de caos, notaríamos que ofrecen una diversidad que es quizá nuestra mayor riqueza.
Nuestra geografía y las circunstancias de su ocupación hacen de Caracas un collage de situaciones disímiles, cada una de notable coherencia e identidad. Como arqueólogos pacientes y amorosos, toca ahora sacar a Caracas de la perversión de instrumentos legales ajenos y caducos y atrevernos a “recordar nuestro futuro”, es decir, a asimilar herencias y tesituras como un estímulo a la imaginación y no otro catálogo de imágenes, sin atarnos a ellas con el conservadurismo castrador que late detrás de mucho llamado conservacionista. Aunque duele, se evita y no se desea, aceptar que la muerte es parte de la vida es signo de madurez y sólo así se metabolizan y persisten las tradiciones, entre variaciones que, a veces sin notarlo, traen el tiempo y el azar. Y para muestra baste una hallaca o una Movida Acústica Urbana…
Afectiva y efectivamente, iniciativas ciudadanas como “Ser Urbano”, “Masa Crítica”, “Caracas a pie”, “Bicimamis”, “Una Sampablera por Caracas” y otras, consiguen sacar a Caracas a la escena pública. Quizá por la espontaneidad de su dinámica, sus acciones a veces envían mensajes ambiguos que alguna prensa trivializa, como el pacato estupor por la desnudez de ciclistas denunciando su indefensión en el tráfico o la mirada festivalera a serios reclamos a favor del peatón. Ligereza similar a la que, convertida en pasividad, nos hace aceptar las manipulaciones proselitistas en la acción cultural de Tiuna El Fuerte o el aislamiento físico y social de enclaves cívicos como Los Galpones, Trasnocho o Los Secaderos, formas distintas pero iguales de desvirtuar y alienar mensajes y actores de las que también toca sacar a Caracas para construir ciudad y constituir civilidad a través del libre ejercicio ciudadano de todas las oportunidades y manifestaciones. Más inclusivos pero aún limitados a eventos puntuales, los “por el medio de la calle” en Chacao, Los Palos Grandes o El Hatillo y las “rutas nocturnas” en los museos y Plaza Bolívar denotan la sed ciudadana de encontrarse a disfrutar lo urbano sin barreras para sacar a Caracas del desaliento.
Y es que Sacar a Caracas debe significar, si no primero al menos a la vez, retar la segregación física, simbólica y temporal de lo que puede y debe congregarla. Quizá ésta es la misión más ardua pues estas fracturas se expresan en la ciudad pero no le pertenecen: se las imponemos nosotros mientras seguimos quejándonos y buscando culpables de miserias sobre las que nunca admitimos responsabilidad.
En este y otros sentidos, sacar a Caracas de este pantanal exige meter lo urbano en la agenda política y meter la política en el debate urbano, con liderazgos claros y ciudadanía más informada, mejor formada y menos prejuiciada. Política sin politiquería constreñida a lo electoral como rehén de encuestas y a lo partidista como arqueo de cuotas, sino vivida como “polis y ética”; liderazgos con capacidad de conciliación pero también convicción más allá de la próxima votación; y ciudadanía que con coraje supere lo reactivo (y hasta reaccionario) para asumir riesgos y cumplir deberes mientras reclama derechos.
Es decir, civilidad plena ejercida con consciente respeto y exigente madurez para, entre ciudadanos libres de esta resignación a la imposibilidad que nos paraliza y liderazgos incluyentes mas no complacientes, articular políticas que sepan sacar cara por Caracas para desmontar la inseguridad y la violencia, alimentados también y en el más vicioso de los círculos por nuestra propia y compartida pasividad y ausencia.
Está demostrado que la calle más peligrosa es la más solitaria y oscura y que lo urbano es esencialmente cívico y civil. No es militarizando la ciudad para escrutarnos a todos por “porte ilícito de cara sospechosa” que venceremos el miedo y la violencia, sino recuperando la calle como espacio de encuentro, sin darle la espalda ni nosotros ni nuestros edificios, sino tejiendo con y en ella la trama de una cotidianidad articulada en ciudad como ámbito e invitación y, sí, con los riesgos que ello implica; no mayores, por cierto, a los de toparnos con un conductor ebrio o un vivo comiéndose la flecha.
Calles profusamente iluminadas, con comercios y servicios abiertos hasta tarde en la noche, a los que no sólo no se multe sino se recompense cuando sus vitrinas complementen el alumbrado sobre las aceras para animar los paseos nocturnos y con transporte público seguro y decente las 24 horas. Todo elloen espacios respetuosos que, en toda la ciudad,  incentiven un respeto equivalente, como aquel casi mítico “efecto Metro”, aboliendo de una vez y para siempre la trillada distinción entre “formal e informal” que alimenta esta esquizofrenia urbana que nos tiene quebrados.
Aunque supuestamente antagónicos, gobierno y sector privado siguen la misma “lógica” demostradamente fallida y contradictoria de pensar que sacar a Caracas de esta crisis integral exige, con una mano y literalmente, vaciarla dispersándola (sea hacia Ciudad Caribia o hacia el sureste) y con la otra especular saturándola (sobre tierra barata atapuzada de metros cuadrados) sin considerar en nada el espacio público. Perversiones todas que asumen la ciudad sólo como operación inmobiliaria de rendimiento súbito (político, económico o, casi siempre, ambos) y no como construcción cultural, cuya complejidad y heterogeneidad es indispensable entender y atender para sacar a Caracas de este laberinto de desencuentros y arbitrariedades y hacia algo que podamos sentir propio porque lo reconocemos apropiado. De eso tratan y eso buscan la ciudadanía y la civilidad, los logros más elevados pero también más frágiles de la humanidad en su largo y accidentado camino hacia la libertad integral y su ejercicio. Y a eso se debe su ámbito natural que es el espacio público, de la escalera a la calle, de la plaza al paseo, del parque grande o pequeño a la acera limpia y lo que cada uno contribuye al arraigo e identidad existencial del ciudadano.
Toca revisar críticamente y sin complejos muchas asunciones que desgarraron ese tejido fundamental, enmendar errores cometidos a su amparo, retomar caminos abandonados por esnobismo o mezquindad y, quizá sobre todo, evitar el simplismo y silencios que aconsejan las encuestas y el dogmatismo de opciones excluyentes. Bien pueden coexistir la llamada “acupuntura urbana” con cirugías de variada intensidad que, sin temeridad ni temor, prevengan metástasis letales, ideas sobre lo que hoy luce imposible con obras de mantenimiento. Y todo con la certeza de que una ciudad, por fortuna, ni se termina nunca ni es jamás la suma simple de sus hechos aislados, sino el incitante entramado de posibilidades y sugerencias que sus múltiples actores hacen y rehacen cada y todos los días. Las ciudades no se hacen solas pero tampoco cambian, para bien o para mal, sin la decisión de hacerlo; y, ya se sabe, eludir decisiones es el peor modo de decidir…
Claro que reconocer (otro palíndromo…) que para sacar a Caracas de esta aridez debemos superar las cárceles mentales, físicas, sociales y legales a que la confinamos, celebrar su multiplicidad y hacer accesible y cercano lo que separamos y alejamos no es fácil ni será posible de sopetón ni sin esfuerzo; lo que sólo lo hace más urgente. No estamos condenados a los ghettos que son, por igual, el barrio sitiado por el hampa y la urbanización cautiva del terror, ni a la seguridad falaz de centros comerciales que como voraces sumideros urbanos anulan el espacio ciudadano de la calle y mucho menos a temer la noche ni rendirnos a rejas y candados.
Pues sacar a Caracas es también su reverso: meternos tanto en ella y metérnosla tan adentro que no nos la podamos sacar sin que en ello se nos vaya buena parte, si no todo, de lo que somos. Eso exige afinar métodos pero sobre todo objetivos; directores y directrices tanto como tino ciudadano para escogerlos, vigilar su trabajo y llevar adelante el nuestro. No es fácil, pero tampoco imposible.
A esa responsabilidad estamos convocados este 8 de diciembre, con particular intensidad ciudadana. De cumplirla cabalmente dependerá que podamos celebrar la fuerza de la esperanza y no sólo el pasar de más años.


Desde la torre    
Serie "La recámara", Ángela Bonadíes, 2012

jueves, 25 de julio de 2013


c a r a c a s  m ú l t i p l e s



En julio de 2002, la Cámara Municipal del Municipio Libertador, controlada por el partido de gobierno y sin consulta previa alguna  (como apunta
 esta reseña de la época,  http://www.eluniversal.com/2002/07/21/ccs_art_21402EE.shtml) acordó cambiar el nombre de la circunscripción al que aún ostenta: "Municipio Bolivariano Libertador".
El 25 de julio de ese año, con motivo del aniversario de la ciudad, WIlliam Niño Araque convocó en la Galería de Arte Nacional lo que llamó la ASAMBLEA DE CARACAS, en la que presenté la versión original de un texto que, con modificaciones muy menores, pues su contenido y reclamos siguen vigentes, presento once años más tarde como mi pequeño regalo a esta ciudad.























Como en una suerte de combo del ensañamiento, las agresiones contra nuestros espacios ciudadanos se esconden con indecente frecuencia tras la charada patria de una iconografía falazmente reverente.
No podemos, sin embargo, acostumbrarnos a lo inaceptable.
Abandonada, hiriente y agredida, persiste ofensiva la dislocación urbana que llamamos “Avenida Bolívar”; diariamente se ignora y deteriora ese testimonio de determinación moderna y entramado urbano que sigue siendo el “Centro Simón Bolívar”; el potencial cívico de La Hoyada como recinto urbano monumental de una ciudad que necesita encontrarse se pierde entre los tarantines desolados del “Mercado Bolivariano”; al rancherío estatuario de la ciudad se le suma un Bolívar empaquetado en un trapo que lo ahoga, al final de la Avenida (faltaría más…) “Libertador”; y se anuncia (y luego se aborta “por motivos patrios”, en ese estira y encoge ya demasiado repetido de la prometología presidencial) la cesión del Palacio de Miraflores a una Universidad seguramente tan quebrada como todas las otras pero “Bolivariana”. Pero aunque quizá ya anegado por el alud de escándalos que nos pisa diariamente, no debe olvidarse que a esta tradición de coartadas ideológicas y trompetillas fundamentalistas pertenece la pueril echonería de los cagatintas que pretenden aguarle el cumpleaños a Caracas imponiendo apellidos y secuestrando símbolos sumando el adjetivo “bolivariano” al nombre del Municipio Libertador.
Más allá del abuso oportunista, la legalidad a los carajazos o el patrioterismo arrebatado, práctica cotidiana del poder, lo que indigna de este insistente intento es su determinismo excluyente, su manipulación de los idearios como fronteras y el confinamiento de la vida y la historia de Caracas, es decir, de la sociedad que hace, nutre y desarrolla este pueblito que se expandió acumulando suburbios y que ahora enfrenta el reto de su metropolitanización, a etiquetas y espejos intencionadamente deformados.
Con y como cada uno de los caraqueños, los que nacimos aquí y los que aquí decidieron vivir, amo, siento, defiendo, ambiciono, aborrezco, necesito, temo, deseo, imagino, actúo y soy, esta Caracas honrosamente bolivariana, es verdad, pero también ancestralmente guaicaipuriana, tropicalmente villanuevana, luminosamente reveroniana, libertariamente rosciana, musicalmente carreñiana, museográficamente arroyiana, fotosensiblemente gaspariniana, gustativamente sumitiana, poéticamente montejiana, delirantemente ramironaviana, cívicamente mirandiana, utópicamente ramironaviana, contagiosamente oscardeleóniana, reflexivamente nuñiana, sensualmente nebrediana, hertzianamente ottoliniana, lacrimosamente deliafiallana, teatralmente gimeniana, gramaticalmente belliana, festivamente galarraguiana, maravilladamente humboldtiana, inclusiva, urbanamente niñoaraquiana, múltiple, toponímica, contradictoria, polifónica, copulativa y en vivaz gerundio permanente que azuza transformaciones mientras hace de la complejidad su fuerza y belleza más profundas, que la garantizna viva y afirman su esperanza, incluso más allá de nuestra pequeñez, ingratitud, incompetencia y avaricia.
Toca nutrir esa diversidad y nutrirnos de ella para superar la exclusión que nos condena a todos (acoquinados unos al final de la escalera y atemorizados otros detrás del Multi-lock) a una reclusión que parecemos aceptar dócilmente y que debemos quebrar para recobrar Caracas. El futuro, que sigue quedando hacia adelante, no como lotería ni arrebato, sino como proyecto que depende de nosotros pues sólo en nosotros existe, exige convocar, incluir, tramar y hasta confrontar la pluralidad de esas muchas caras simultáneas e instaurar el encuentro como ejercicio de multiplicidad, para construirlo con disposición amplia y concurrente, sin atajos demagógicos, fajas dogmáticas o imposiciones excluyentes.
Podrán cambiarle el nombre a Caracas pero no el alma, los símbolos pero no la fuerza, pichirrearle su multiplicidad pero no eliminarla. Afortunadamente, a pesar de los empeños por diluirla y de nuestra torpeza para amarla y armarla, sigue viva porque sigue siendo de y desde todos.
Y porque lo sustantivo de Caracas, esa complejidad y multiplicidad suya, como la del país todo, excederá siempre el esquematismo excluyente de cualquier adjetivo simple, simplista o simplificador.